Ocurrió el 25 de mayo de
1935. Ese fue el día en el que Jesse Owens dejaba de ser un joven y desconocido
atleta negro que trabajaba en una gasolinera, y cursaba segundo en el
instituto, para convertirse en una estrella mundial del atletismo.
En tan sólo 45 minutos batía
cuatro records mundiales durante una competición estatal celebrada en Michigan.
Y lo hacía descansando sólo entre nueve y 15 minutos entre prueba y prueba: 100
metros lisos (9,4 segundos), salto de longitud (8,13 metros), 220 yardas (20,3
segundos) y 220 yardas vallas (22,6 segundos), convirtiéndose en la primera
persona que bajaba de los 23 segundos en esta última prueba.
Este acontecimiento,
considerado por muchos como una de las más grandes proezas del atletismo de
todos los tiempos, fue el paso previo que sirvió a Owens para lanzarse a la
conquista de los Juegos Olímpicos de Berlín, donde, a base de medallas,
desacreditaría las teorías de un Hitler que quería demostrar con aquella cita
mundial la supremacía aria.
El
deporte, una vía de escape
Cuando su profesor de
gimnasia, Charles Ripley, le vio correr, le dijo: «Dentro de unos años serás el
mejor atleta del mundo». Y no se equivocó. Jesse había encontrado en el deporte
una válvula de escape a su condición de negro, que tantos problemas conllevaba
en Estados Unidos por aquel entonces.
La actuación de aquel día le
valió a Jesse el sobrenombre de «El antílope de ébano» y una plaza en los
Juegos Olímpicos de Berlín. Hitler, que sabía que el mundo le miraba, quiso
demostrar que los arios eran una raza genéticamente mejor preparada que
cualquier otra. Los primeros días, el Führer se mostraba exultante de felicidad
ante los triunfos alemanes, que aplaudía con entusiasmo.
Pero llegó el turno de aquel
atleta negro y pobre que había sorprendido a todos un año antes. Una a una
mientras aumentaba el cabreo del líder nazi, Owens consiguió cuatro medallas de
oro, batiendo otros cuatro records mundiales.
El führer no aplaudía las
medallas de Owens y sí las de los atletas blancos. Cuando un miembro del comité
le advirtió de que sería conveniente de que aplaudiera a todos por igual o a
ningún atleta, Hitler optó por no aplaudir a nadie.
Jesse Owens se convertía en
el primer estadounidense en ganar cuatro medallas de oro en las mismas
olimpiadas: 100 metros lisos, carrera de relevos de 4×100 metros, 200 metros
lisos y salto de longitud, como reseñaba en un pequeño apéndice ABC en 1936. Un
record que no se volvió a ocurrir hasta la llegada de Carl Lewis.
Un
Hitler enfurecido
A la entrega de la cuarta
medalla de oro a Owens, Hitler, atónito y enfurecido, se limitó a abandonar el
estadio, para no verse obligado a estrechar la mano del atleta negro. Owens
siempre quitó hierro a esta anécdota histórica de la que dice que no se enteró.
«Cuando volví a mi país
natal, después de todas las historias sobre Hitler, no pude viajar en la parte
delantera del autobús. Volví a la puerta de atrás. No podía vivir donde quería.
No fui invitado a estrechar la mano de Hitler, pero tampoco fui invitado a la
Casa Blanca a dar la mano al Presidente», asegura sin embargo Jesse Owens años
después.
Un Owens que, después de los
juegos, tuvo además que volver a su trabajo de botones en el hotel
Waldorf-Astoria, organizar espectáculos en los que corría contra caballos o
lanzarse a montar una lavandería con un socio que terminó estafándole para
seguir sacando a su familia adelante.
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